"Trata de matar a mis demonios, y mis ángeles caerán con ellos".

viernes, 30 de julio de 2010

En el principio fue la sangre....

Cuando nacía la década de los 70, Buenos Aires se confundía con Viet Nam, y Mendoza era la filial más productiva del Opus Dei. Se castigaba sin pudor, y los pecados eran una enorme lista, que incluían desde mirar un culo por la calle, tener el pelo largo o reírse de las películas de Porcel y Olmedo.

En esa geografía urbana, San Rafael –una de las ciudades más importantes de la provincia- proliferaban las iglesias y catedrales, las ligas de amas de casa y los clubes como el Rotary, Leones o el Jockey, donde se tejían –con jarabe de pico y miradas inquisitivas sobre la vida de los demás- las políticas de moral y buenas costumbres que debían guardar los buenos ciudadanos.

Dice mi abuela, que nací una madrugada fría, haya por agosto del 70, y que al volver del hospital unos tipos que volvían de joda, medio en pedo, le gritaron “no…que joda que te abras mandado que estas volviendo a esta hora”. Mi vieja, mi abuela, siempre cuenta esa anécdota entre risas y entre lágrimas que se le amontonan para salir, pero que no deja escapar.

Nunca supe donde estaba mi viejo en ese momento, ni mi hermano, ni tampoco lo que sintió mi madre cuando yo nací. Mi viejo, como Rosario –en la canción de Fito- siempre estuvo lejos.

Son pocos, escasos, los recuerdos que guardo de mi infancia. A penas, algunas diapositivas mentales, un puñado, como una acumulación de pequeñas nubes, sin forma.

En una de esas fotos, que vuelve permanentemente, estamos jugando en el barro con mi hermano –Rubén- mientras llueve, de manera tenue y constante. No me acuerdo del lugar, sólo del charco, y nosotros sentados en él. Y nadie, más, mi hermano y el barro y la lluvia, que no para, que parece no querer parar.

O dormir junto con mi abuela, en una de las dos piezas miserables, en las que vivíamos, que tenían el baño afuera. O mejor dicho una letrina grande, donde además cerca, se amontonaban cosas que no entraban ya en la casa.

En la otra pieza, dormían mis tíos: Edgardo y Esther.

Hay, también en esas fotos, un invierno con nieve, y hay mucha humedad y frío. Y mi tío sacando la nieve del techo para que no cayera.

Después, hay un enorme salto temporal en mi memoria, hasta que comencé el jardín de infantes.

En ese tiempo, mi abuela trabajaba en un taller de costura, de esos que ya no existen, donde se hacían a medida vestidos de novia, de cumpleañeras de alta sociedad y de señoras grandes y gordas con dinero y tiempo. El lugar olía siempre a telas nuevas y extrañamente tenía un silencio cálido, donde sólo se escuchaba el lento paso de las agujas.

Al salir, de la escuela que estaba frente al taller, pasaba a ver a mi abuela. En aquel tiempo, las circunstancias y las peleas familiares, nos habían dejado solos. Una pareja, digna de una película dominguera, una vieja que cosía y un pendejo de 6 años, que se asomaba a la vida.

Una de esas tardes de otoño, un tipo al que yo veía enorme, abuso de mí en un húmedo y triste baño. Podría dar detalles, pero que agregarían al hecho, sino un poco más de morbo. Sólo puedo decir que con el paso del tiempo el hecho fue tornándose más asqueroso, y aquel dolor del principio parece, a veces, volver.

Nunca, supe porque pero guarde durante mucho tiempo silencio sobre ese episodio, como si el culpable fuese yo. Tiempo después, mucho tiempo después, comencé a echarle la culpa a mi viejo por no haber estado, por no haberme protegido. Incluso aún no lo sabe. Creo que nunca lo supo, y si logro enterarse de alguna manera también se calló, como ha hecho con tantas otras cosas. El silencio es un mal de la familia.

Fue un año cruel para ser un chico. Ese mismo otoño dos pibes como de 14 años, con problemas mentales, casi me mataron al volver del jardín. Me golpearon como se golpea a un animal, sin piedad, y me terminaron dejando tirado en una acequia seca: ensangrentado, dolorido y mugriento. Hasta me tiraron con un ladrillo en la cabeza para terminar su tarea, pero creo que había algo que decía que no tenía que morir esa tarde. Así que como pude comencé a caminar hasta mi casa que estaba a sólo cien metros, y donde no me esperaba nadie. El delantal del jardín, verde pasto, tenía unas enormes manchas de sangre, y fue una vecina, de esas que vigilan el barrio a toda hora, la que llamó a mi abuela, que llegó hecha una tromba. Y tras curarme fue y encaró a la madre de los pibes.

Ese mismo año, que parece ahora una ironía acida, sufrí de hepatitis y durante más de un mes permanecí en cama. Fue un flash para mi cabeza, ver al final del año, en mi carpeta un montón de trabajos que yo no había hecho.

En esos tiempos, mi viejo era una visita sorpresiva e inesperada, y mi vieja no existía en mi universo. Mientras que mi hermano venía los fines de semana a jugar conmigo, y a veces ni siquiera. Me enteré con los años, que Rubén, era paciente de una sicóloga con tan sólo 8 años. La separación de mis viejos, cierta violencia, y hasta el abuso sexual de una tía habían hecho mella en él.

Eso me hizo quererlo más, es pensar como puede pasar todo eso y seguir siendo tan fuerte. Porque las culpas, los miedos, y los actos de los grandes cayeron sobre nosotros como piedras: pesadas y opacas, y transformaron nuestras realidades para siempre.

Había en esa casa humilde, donde vivía, una enorme sensación de abandono, de tristeza permanentemente contenida. Mi abuelo había dejado a mi abuela, mis viejos eran imágenes fantasmas que sobrevolaban el lugar, mi tío, a fuerza de discusiones, se había ido también, y sólo sabían llegar de visita dos viejas, muy viejas, –que vestían como las brujas de las películas- mi bisabuela y su hermana. Y muchos domingos, con mi abuela al mando, íbamos al cementerio. Era como si la vida se hubiese tomado vacaciones, como si las ausencias pesaran más, mucho más, que las presencias. Creo, ahora, que ese sentimiento se hizo carne en nosotros, que la nostalgia siempre estuvo en nuestra esencia. Como un aura, como un par de alas pegadas a la espalda, que no te podes sacar.